
Por Fernando Corredor Gaitán
La revista SoHo de Bogotá invitó al relacionista público y periodista Fernando Corredor a que contara cómo ha asumido la vida desde que le diagnosticaron cáncer. Un abrebocas de su libro Mi vida con el cangrejo, de reciente publicación.

El  año pasado, luego de una serie de molestias intestinales y de muchos  exámenes, me descubrieron más de 30 pólipos en el colon, cuando el  promedio de la gente es de tres o cuatro. Mi diagnóstico fue 'linfoma  del manto', uno de los tantos nombres que tiene el cáncer (bastante  elegante, por cierto). En ese momento todo se derrumbó, fue la situación  más difícil que había tenido en mi vida. Me sentí como si tuviera la  cabeza en la guillotina, como si estuviera solo en el mundo. Eso sí,  pronto recuperé mi buen humor: si he mamado gallo a todo en la vida,  ¿por qué iba a hacer lo contrario con el cáncer?
Aquí vale la  pena contar que además de mamagallista también soy un tipo de buenas: mi  primo Armando Gaitán Gaitán es un oncólogo eminente, y ha estado  observando y asesorando paso a paso todo mi proceso junto a otro  monstruo de la oncología: Carlos Castro. Al doctor Castro se me ocurrió  preguntarle que si me iba a morir, y su respuesta me tranquilizó en esos  días negros: "Todo el mundo se va a morir y muchos antes que tú. Cuando  te toque, lo más seguro es que sea por otra causa".
Luego vino  la etapa de aceptación, el respaldo fundamental de mis hijos, el apoyo  familiar y de los buenos amigos. También se empezó a desarrollar mi  parte espiritual. No sé cómo explicarlo bien, pero antes del cáncer un  pajarraco negro en la ventana de mi cuarto era una mancha borrosa o un  avechucho, ahora es el espíritu santo. Luego me enfrenté a las tan  temidas sesiones de quimioterapia y una vez terminada la primera etapa  supe la importancia que tienen: uno no se cura a punta de jugo de  guanábana, aleta de tiburón o espárragos cocidos.
Entonces me  impuse una misión: quitarle la solemnidad al cáncer y reposicionarlo con  una campaña de relaciones públicas. Todas las enfermedades son  delicadas, pero el cáncer nos lo vendieron unos tipos que, sin duda, son  malos relacionistas. 'Cáncer' quedó asociado con 'asesino sin piedad'.  'Cáncer' siempre ha sido igual a 'horror' y 'muerte'. La silla eléctrica  tiene mejor imagen que el cáncer. Pero si lo pensamos mejor, todas las  enfermedades pueden ser mortales: una gripa mata, una alergia o una  indigestión también. Pero el cáncer es la enfermedad mortal por  antonomasia. Si uno dice "tengo cáncer", el interlocutor pone cara de  velorio.
Pero... ¿cómo mejorarle la imagen al cáncer? Pues  mediante un libro, me sugirió mi amigo Evaristo Obregón Garcés. Y  arranqué. En el libro no abordo los métodos científicos de curación o de  alimentación, ni presento un dramático testimonio de vida de un  condenado a muerte. Cuento, más bien, cómo alguien con sentido del humor  y con cariño puede vivir con una enfermedad grave.
Por ejemplo,  una tarde estaba sentado en la sala de mi casa leyendo el periódico.  Justo cuando entró Manuela, mi hija menor, estaba en la página del  horóscopo. Ella me saludó por detrás con un beso y se quedó leyendo por  encima de mi hombro. De pronto me preguntó: "¿Qué dice cáncer?". Me dio  duro, pero ella como que no se dio cuenta. Al rato me acordé de que ella  nació un 1 de julio.
Cualquier día estoy en plena quimio,  supercómodo en mi silla, acompañado por mi hijo Andrés. Marcela, una de  las enfermeras, se acerca y me pregunta: "Don Fernando, ¿y usted a qué  se dedica?". "Toda mi vida he trabajado en relaciones públicas. Me  vinculé con grandes compañías y he conocido a Raimundo y todo el mundo.  Ahora estoy un poco alejado del medio...", le contesto. "Entonces usted  tiene que ser una persona que conoce mucha gente". Ahí interviene Andrés  para decir mientras me mira los brazos: "Exacto, mi papá es un tipo muy  conectado y, sobre todo, un tipo muy pinchado".
Tengo que decir  que la quimioterapia fue benévola conmigo. Una vez me encontré con unas  amigas, un poquito mayorcitas ellas, y me dijeron que no podían creer lo  bien que estaba. "Te ves como de 20", me dijo una. En medio de las  risas y los agradecimientos de rigor otra de ellas preguntó: "Disculpa,  Fernando, ¿y dónde te hacen la quimioterapia?". Me extrañó la pregunta, y  le contesté con otra: "¿Y eso por qué?". La respuesta de mi amiga  todavía me hace reír: "¡Pues para ir ya mismo!".